jueves, noviembre 25, 2010

Novela Inacabada. Capítulos 6 y 7.



NOTA: Hagamos un repaso rápido de lo acontecido en los cinco primeros capítulos, para que no perdáis ripio con esta nueva entrega. Mi novela inacabada, que empecé a escribir con 14 años (nunca me cansaré de repetirlo, por si acaso), vio la luz bajo el poderoso influjo de
El padrino, trilogía que devoré una tarde del verano olímpico del 92. Bueno, en realidad, bebe más de su novela, que quise leerla antes de ver la película, porque siempre debe de hacerse así. En fin, que interioricé a Puzo en lo posible y me vi invadido por sus grandes conocimientos de la mafia, que se reducían a que comen espaguetis por sus raíces italianas y que hacían de su barrio (el que dominasen) un sayo, comprando a policías y jueces. Decidí dar por contrastada esta documentación, remangarme y ponerme manos a la obra, escribiendo mi propio Padrino.

Recordemos que la historia gira alrededor de la familia Grimes (las novelas de Martha Grimes que se anunciaban en las contraportadas de las de Agatha Christie me dieron el apellido), compuesta por Marlon Grimes, el padre (guiño a Marlon Brandon, así me las gastaba yo); Cathy Grimes, la madre (creo recordar que por Catherine Martell, de
Twin Peaks); y los tres hijos, Laura, la pequeña (exacto, por Laura Palmer), Bill, el mediano, y Johnny, el mayor. Un buen día, Marlon recibe una mala noticia: su compañero de trajines, Harry Koontz (no me atreví a llamarlo Dean R.) ha sido asesinado. Se ve que tanto Marlon como Harry, pertenecientes a la oficina General del Estado Mayor, se traían entre manos un caso sucio de corrupción, por lo que se entiende que Harry ha sido asesinado por ello (En la frente había un pequeño riachuelo de sangre con un enorme agujero que había sido la entrada de la bala. En la pared había restos de cráneo junto a un gran charco de sangre. Los ojos estaban abiertos). Marlon constata que unos importantes archivos, que estaban en posesión de Harry, han sido robados, pero astuto él, en su casa tiene una copia de estos informes tan importantes. ¡Oh Dios mío!, pero ¿estás loco? ¡Nos matarán!, le grita Cathy, una vez enterada de todo.

En éstas estamos, amigos, ante una tensa historia familiar en la que Laura aparece como la más pequeña de los tres hermanos, contaba con 18 años. Era divina. Sus ojos verdes eran lo que más resaltaba en su rostro, tenía la nariz mejor proporcionada de la familia y sus labios eran gruesos y sonrosados. Seguidores nunca le faltaron pero ella buscaba la perfección. Recordemos que Boris Izaguirre no había entrado aún en nuestras vidas y definir como divina a Laura no tiene por qué significar nada ¿estamos?. En esta historia tan masculina que me marqué, Bill era mi amor no confeso, espejo de quien representó mi primer flechazo en la realidad. Bill era una de aquellas personas que buen rostro no tenía pero que siempre caía bien a las personas por su personalidad. A Bill no le gustaba las discotecas (eso lo diferenciaba de su hermana) ni tampoco fumar ni beber. Era un gran lector y siempre escribía narraciones en sus ratos libres. Un día os hablaré de él... Y, por último, Johnny, que quiere irse a Inglaterra a trabajar...

Bien marcadas las intenciones, definidos sus personajes y alimentada cualquier expectativa, el quinto capítulo termina con una llamada de teléfono...


Fue Marlon quien cogió el auricular.

- ¿Sí?

- ¿Marlon Grimes?

- El mismo. - Y el hombre que estaba al otro lado de la línea colgó.


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Capítulo 6



Marlon dormía profundamente aquella noche. Toda la casa estaba inmersa en un profundo sueño. La oscuridad reinaba en las habitaciones y se podía escuchar el silencio que allí había. Tanto Laura como Bill y Johnny dormían en sus aposentos. Hacía poco que Laura había llegado de la discoteca y en el momento que se introdujo en la cama se le cerraron los ojos recibiendo a su vez el impacto del sueño. Cathy era la única persona que pasaba miedo aquella noche, pero aún así dormía. Fue aquel sueño que le provocaba ese estado de tensión, ese estado de terror y de nerviosismo. Nunca había tenido una noche tan agria. Nunca. Mientras duraba el sueño, el sudor no cesaba de bajar por su pálida cara. Aquella pesadilla era una de esas que no acaban hasta que no llegara su fin. Cathy se retorcía en su cama como un pescado acabado de sacar del agua. Cathy respiraba como una locomotora y tenía entre los brazos una de las dos almohadas que utilizaba para apoyar la cabeza. Fue a media noche cuando Cathy se despertó. Tenía lágrimas en los ojos y estaba blanca como el papel. El pelo lo tenía enganchado en la frente y estuvo a punto de caerse al suelo. Era evidente que Cathy tenía un mal presentimiento. Sabía que algo muy malo iba a pasar en esa casa si no conseguía deshacerse de esos informes lo antes posible. ¿Quemarlos sería la solución? Pero no tenía que olvidar que la vida del presidente estaba en juego, que una vida estaba en peligro. Pero aún pensando en esto, Cathy tenía un mal presentimiento.


Fin del capítulo 6.




Capítulo 7


A la mañana siguiente todos se levantaron más o menos al mismo tiempo. Cuando Marlon se levantó escuchó cómo su mujer se estaba duchando en el lavabo que había en su habitación. Cogió el despertador y miró la hora.

- Cathy ¿por qué nos levantamos tan temprano los domingos?

Cathy abrió las puerta del lavabo con el albornoz puesto de cualquier manera.

- No me gusta la gente dormilona - y volvió a cerrar la puerta.

- Estupendo - dijo Marlon en un susurro.

Diez minutos después todos estaban reunidos en la cocina para desayunar, excepto Laura, que aún se estaba duchando.

- Papá, mamá - comenzó diciendo Bill - esta noche vendrá un amigo a cenar a casa. ¿Os importa?

- En absoluto, cariño. Y ¿quién es?

- No lo conocéis.

- ¿Y es buena persona?

- Sí, bueno... no sé. Nos conocimos ayer cuando salí a dar una vuelta antes de comer.

- ¡Pero cómo! ¿Lo conociste ayer y ya al día siguiente le invitas a cenar?

- Sí, mamá. Ya verás como te caerá bien. Viene de familia italiana. De Sicilia.

- Últimamente vienen muchos extranjeros a EEUU.

- Sí, tienes razón mamá - prosiguió Bill - ¿Sabías que los mafiosos provienen de Sicilia también?

Cathy palideció de repente.

- ¿Así que tu amigo proviene de Sicilia, como la mafia? - dijo Cathy mirando a Marlon.

- No, él no. Su familia.

- Y dices que lo conociste ayer ¿no?

- Así es.

Poco después Johnny y Bill subieron a sus habitaciones.

- Marlon ¿has escuchado eso?

- Sí ¿y qué?

- Cómo que ¿y qué?

- Cathy, no empieces.

- Marlon ¿No te das cuenta? ¡Ellos lo saben!

- Nadie lo sabe.

- Pero hay muchas coincidencias. Mira, su familia proviene de Sicilia, como la Mafia...

- Lo sé, lo sé.

- ... ¡y Billy y ese amigo se conocieron un día después de la muerte de Harry!

- Cathy, no te precipites. Hay que mirar las cosas con lógica. Nadie puede saber que nosotros tenemos esos informes. ¡Es imposible!

- ¡Pero ellos son muy listos, nos matarán!

- ¡Grita más fuerte que creo que la última casa de esta calle no nos oyen!

- Marlon ¡Déjate de bromas!

- No te tendría que haber dicho lo del asesinato.

- ¡Imbécil!

En un ataque de ira, Marlon se levantó y empujó a su mujer contra la pared. Enseguida Marlon se disculpó.

Cuando Cathy vio que su marido se le acercaba para pedirle perdón, cogió el cuchillo de carne que estaba a su lado.

- No te acerques.

- Lo siento mucho, Cathy. No soporto que nadie me insulte.

- ¿Qué pasa? - dijo Laura al entrar en la cocina.

- Sube a tu habitación.

Laura nunca había visto a sus padres pelearse de esa forma, y enseguida que pudo corrió al piso de arriba para avisar a Johnny.

- Bien, ya has conseguido lo que querías, ¿no? - apuntó Marlon.

- tú y tu maldito trabajo lo habéis provocado.

Johnny entró en ese momento en la cocina. Con un tono suave le dijo a su madre:

- Por favor, deja el cuchillo donde estaba - y Cathy le obedeció.

Seguidamente fue Cathy quien rompió a llorar y subió corriendo a su habitación.

- ¿Qué ha pasado?

- Johnny, acompáñame a mi despacho que te lo explicaré todo.

Y fue la primera vez que Marlon habló con uno de sus hijos sobre el trabajo.



Fin del capítulo 7.







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martes, noviembre 02, 2010

Nueva temporada



Curri entra en el edificio que alberga el plató de su nuevo programa
Curri y Compañía. En el recibidor, una simpática muchacha le facilita un periódico, que ella, Curri, coge mostrando una amplia sonrisa por la que se intuye que ha tenido un feliz despertar. El periódico está doblado y es imposible identificarlo, pero sabemos de cuál se trata. ¡Exacto!, del diario Público, porque todo el mundo sabe que Curri no pasa más allá de leerse los titulares de la primera página, por lo que intuyo que necesita un periódico, de buena mañana, para limpiarse tras satisfacer sus necesidades matutinas. De ahí también esa felicidad corporativa que se le ve en la cara aportando su grano de arena condenando a Público a la mierda; y esa precipitación por coger el periódico, que a ciertas edades una no está para perder mucho el tiempo...

A continuación vemos a Curri en su despacho, ya como más tranquilita porque acaba de defecar y
¡¡¡ring, ring!!!, suena el teléfono. Que esperase una llamada o no da lo mismo, porque seguramente el teléfono no ha sonado. El caso es que Curri coge el auricular con la delicadeza de una profesional de la interpretación, dando la gravedad que cree que debe darse al simple acto de descolgar un teléfono; gesto que en su caso parece ser que tiene que ejecutarse de forma pausada, sin mostrar impaciencia, y acompañado, eso siempre, de su eterna sonrisa (y su eterno colmillo). Se acerca el auricular y saluda con un simple "¿Diga?", o eso creo entender yo, porque no se la oye, pero entendemos que con su saludo Curri se siente satisfecha, y que ha cumplido debidamente con la exigencia del realizador (Curri, por favor, haz como respondes a una llamada de teléfono)

Y rápidamente llegamos al momento estelar de nuestra artista más querida en el que la vemos frente a una pizarra garabateada con un croquis indescifrable y hablando frente a una audiencia imaginaria. Se entiende que está repasando el contenido del programa y marcando los tiempos del debate; y para ello se enfunda en un traje transparente que la convierte en lo que pretende ser en realidad, la periodista profesional de verborrea ordinaria (común), asequible, dicharachera y de tú a tú. De esta aula imaginaria no vemos contraplano, pero nos lo imaginamos: un pequeño espacio donde están dispuestos unos pocos pupitres en
petit comité, donde se encuentran además sus más queridos amigos y tertulianos (su Compañía), lápiz en mano, en bata de distintos colores y con el libro de texto que hoy, mis queridos alumnos, toca en nuestra clase de Historia. Allí vemos a Jaime González babeando de pura excitación al comprobar que la lección a estudiar aborda la religión y familia.

Finalmente, Curri camina por una gran sala con un fajo de papeles en la mano en dirección al plató. En su camino sortea una serie de mesas de trabajo donde unas lindas señoritas hacen como que teclean en su ordenador. Es en esta última secuencia donde se ve de manera más acusada el tic que Curri padece en la cabeza (tic que comparte con Bjork) y que me tiene a mí obsesionado. Es algo así como que intenta espantar una mosca que tiene en la nariz con un breve y seco movimiento de cabeza. Pues bien, llegamos al momento en que aparece sobreimpreso el logo del programa, un inteligente hallazgo de composición de las dos
C de Curri y Compañía, que nada tiene que envidiar a grandes títulos como Lo que inTeresa (programa de Maria Teresa Campos que duró dos telediarios). Yo habría añadido unos pequeños cierres en la parte superior de ambas C para convertirlas, de repente (¡hola Josie!) en dos bonitos pendientes y así enriquecer en su metalenguaje este sugerente logo.

Así es la cabecera de
Curri y Compañía, programa con el que estrenó canal y temporada el pasado mes de septiembre. Estaba yo en Barcelona por unos asuntos profesionales que me mantuvieron en la ciudad condal ¡dos meses! y allí, aún con el calor de Lanzarote metido dentro, fui testigo de la regeneración vital, no sólo de Curri, sino de todo en general, que siempre supone septiembre. Todo el mundo sabe que en realidad el cambio de año se produce ese mes y que destinar cualquier propósito de enmienda a enero es condenarlo al fracaso. En septiembre uno mantiene el moreno y se siente más guapo, la sonrisa con la que afronta el trabajo, el nuevo curso universitario o escolar, muestra unos dientes más blancos, y como el próximo verano queda lejos, la preocupación por adelgazar queda eclipsada por una renovada preocupación por coleccionar, ya sean sellos, colecciones de kiosco o nuevos amantes. Cambia el tiempo, a peor para muchos, a mejor para tantos otros, pero implica abrigarse, esto es, renovar el armario y redefinirse según tus nuevos propósitos. ¿Que quieres estudiar una carrera en plena crisis de los 30? Pásate por H&M. ¿Que quieres casarte y convertirte en toda una mujer a tus 19 años? Punto Roma. En realidad, en septiembre se retoma el sentido cíclico del tiempo, ya sea por días, semanas (con sus días laborales y festivos) o, a largo plazo, meses. Reordenamos nuestras costumbres y les damos cita. Atrás queda la barahúnda que suscita un tiempo que te invita a la playa, a evadirte en el trabajo por encontrarte en una oficina casi vacía, a comer de más y correr de menos, a salpimentar tus obligaciones con cierta anarquía. En septiembre la gente vuelve a estar accesible, pues sospechamos de sus acciones; no existen excusas y sí desplantes o encuentros. Madrid se llena, las tiendas vuelven a abrir en domingo y compramos nuevas series de televisión, retomamos viejas temporadas y se reactiva el tráfico de recomendaciones (¡Raquel Gilmore!) Domesticamos el ocio, lo disfrutamos desde el sofá y no lo buscamos en huertas ajenas; y si se da el caso, nos vamos un puente a la de San Vicente, con amigos, sabiendo que se trata de una necesidad escapista con caducidad.

La vida, en definitiva, se regenera y le añadimos una cabecera particular. En ella intentamos manifestar nuestros buenos propósitos y determinar con su cromatismo cómo queremos vivir esta nueva temporada. Curri, estupenda. Y yo, queridos amigos... retomando de nuevo el blog.

Gracias por los que aún seguís ahí.


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jueves, abril 08, 2010

Dáliva sangrienta


Estoy muy contento estos días, chatines, porque he descubierto que Stephen King (volviendo de nuevo a él) no está inmerso ni por asomo en ninguna etapa de precariedad creativa, más bien lo contrario, porque os digo que
La historia de Lisey, publicada hará unos cuatro años, es una de sus mejores novelas y está escrita a las mil maravillas. Y eso que voy por la mitad (verás tú que estoy gafando la cosa), así que me retuerzo de placer como quien aún va por los entrates de un menú degustación en el Viridiana.

Para celebrar esta gran noticia, os obsequiaré con un cuentito de terror inconcluso (así me las gastaba yo, sin terminar lo que empezaba, como con mi
Novela inacabada) que escribí a la edad de un tierno lechón, esto es, a los once añitos; y tiene como título, atención:


LA PESADILLA


I PARTE: En la fría noche

Capítulo primero

Winnie miraba a su hermano Richard mientras sostenía su primera novela. En un color dorado se podía leer El corsario negro seguido de un delicado dibujo de un barco dorado. Tenía el pulgar entre la página siete y ocho.

En ese momento, sonó el teléfono en un rincón oscuro de la havitación y Richard se lanzó sobre éste para cojer el auricular. Sobre el otro extremo del hilo, se oía una voz tranquila, la de su amigo Jimmy. Richar y Jimmy formaban un grupo junto a Danny y Charlie, todos de ocho años, aunque Danny aparentaba nueve. Los padres de Jimmy y Winnie se fueron a una fiesta con los de sus amigos, excepto Ben, que era el típico niño estúpido de la clase de tercero de E.G.B.

Jimmy quería reunirse con el grupo y llamó por si Richard podía asistir. Mientras hablaban por teléfono, Winnie puso, inconscientemente, el tocadiscos aciendo resonar una melodía de Bethoven.

- Mis padres me dijeron que tenía que cuidar de Winnie pero supongo que no le pasará nada si la dejo sola.

- Eso significa un sí o ...

- Sí, ahora mismo voy - acceptó Richard.

- De acuerdo, te espero en mi casa a las nueve y cuarto. Adiós.

Richard puso el auricular sobre el teléfono. Dejó sus zapatillas marrones en la sala de estar y se puso sus bambas blancas que le regaló su madre el día de su cumpleaños. Puso las noticias de las ocho mientras que esperaba que el reloj tocara las nueve.

Winnie podía escuchar el noticiario que miraba su hermano desde su habitación.

Sobre las nueve menos diez, en las noticias daban el tiempo climático tras un largo informativo. Escuchaba con atención las palabras de la señora del tiempo y escuchó que esa noche abría una fuerte tormenta. Saltó del sofá, apagó la televisión y cojió su chaleco amarillo.

Winnie se inclinó tunvada en su cama y podía oler la vejez de las pajinas antiguas y envejezidas. El monótomo crujir de las pajinas adormeció a Winnie y el libro se le cayó de las manos.

Richard cojió la linterna de su padre y se la puso en el bolsillo del chaleco y miró el reloj de nuevo. Desde el armario lo sorprendió un rayo de luz que iluminó toda la havitación y mientras escuchaba el trueno, el reloj tocó las nueve.

Winnie, aún teniendo seis años, sabía que era tener miedo, mucho miedo, como en aquel sueño inquietante en el que sufría amargadamente, y se le caía el sudor por su pálida frente. No sabía como ni porqué podía salir de ese sueño hasta que llegara su fin y saltar de la cama sudando y tener su oso de peluche entre las piernas. En el momento en que se despertó, dieron las nueve de la noche y escuchó a su hermano cerrar la puerta de la entrada antes de que ella pudiese detenerlo tal y como le ordenó la cosa de su sueño.

Richard cruzaba velozmente el bosque para contener el terror que lo asaltaba. Tenía el presentimiento de que volvería por el mismo camino corriendo por el bosque sintiendo mucho más miedo. Sin saber porqué, gritaba con voz desgarradora y hacía resonar sus gritos en el silencioso ruido de la tormenta. Seguía gritando, seguía corriendo y seguía oyendo los truenos y viendo los relámpagos.

Se paró junto a un ciprés que iniciaba el camino del cementerio, que estaba entre el monasterio y la casa de Jimmy. Al pasar por el cementerio, le cegó un gran relámpago (durante un segundo) que no cayó muy lejos de donde se hayaba. Siguió corriendo hasta que se halló frente la casa de Jimmy, y con gran terror, llamó a la puerta.



Capítulo segundo

Winnie tenía el cuello mojado de sudor de aquel orripilante sueño. No se lo sacaba de la cabeza y se le repetía esas palabras como un disco rallado.

- Tienes que detenerlo...

Se dirijió con el osito en la mano, hacia la entrada, abrió la puerta de la casa y miró el cielo furioso entre nuves grises y relámpagos luminosos. Por un segundo, quería ir al bosque a vuscar a su hermano, pero retrocedió, cerró la puerta y se dejó caer frente a ella apollando sus manos en el picaporte, llorando.

De pronto, el tocadiscos empezó a tocar una melodía de Bethoven cuando el oso de peluche, que yacía en el suelo, comenzó a mover los ojos.Winnie se pudo sobreponer y al tropezar sus ojos a los de su osito de peluche, éste abrió su morro y le empezó a brotar sangre mientras empezaba a caer las primeras gotas en la tormenta. Winnie chilló y chilló y se estiró de los pelos istericamente.

Los ojos del oso se pusieron de color rojo furioso y empezó a reir con su voz chirriante. El oso saltó sobre Winnie y ésta chillaba sin parar, balanceándose por el pasillo con el oso en el cuello.
De la mano del oso, salió la cuchilla de un bisturí y se lo introdujo en la boca sacándole la lengua mientras sonaba la música.

- ¿Te gusta la música? ¿He? ¡Claro que te gusta!.

Se le iluminó la cara por un relámpago y Winnie quiso hablar y, al no tener lengua, le salía chorros de sangre que paraban a la carita linda del oso. Le clavó la mano en el cuello y Winnie chillaba entre grandes soplos de sangre que le caía de la boca y con sus manos ensangrentadas, buscaba al oso para sacárselo del cuello. Bajó la mano peluda hasta el final de su espalda partiéndole, en dos, la columna vertebral. El oso se reía, se reía junto a la música y junto a los chillidos de la niña que se cayó, inconsciente y murió.

El oso, sin estar satisfecho, le clavaba la mano en la espalda y la sacaba, entonces, la sangre salpicaba a la pared blanca, así infesantemente. Al acabar el disco, el oso se cayo a un lado y se convirtió, otra vez, en un osito, inocente de peluche.

Winnie yacía muerta en el pasillo.





Chin pon.

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lunes, marzo 22, 2010

Las certezas de infancia



Llevo seis días con tortícolis y bien sabéis que es algo terrible que te imposibilita hacer cualquier cosa que no sea comer de un bol de arroz. Y el jueves, día que empezó el drama, tenía que ir a la alergóloga para mi pinchazo mensual. Allí estaba cargado con dos cascos que me había comprado en el LIDL para patinar y no morir en el intento, un paquete de café Marcilla y mis vacunas, todo ello sin bolsas, con lo que, teniendo en cuenta que iba como Cuasimodo por mi dolor de cuello, mantenía un porte que le daba ganas a uno de colocarme en un Belén. Pero allí estaba yo, hecho pero no derecho, con ganas de llegar a casa y descansar sobre el sofá, cuando de repente la alergóloga me suelta:


- ¡Oh! ¿Es que tienes
tontícolis?

Al principio la miré así como medio sonriendo, ya que entendía que me había hecho la típica broma que le hacen a uno en tal situación, para decir que eso no es nada, que es una
tontería. ¡Quién no ha sufrido nunca este dolor y alguien le ha dicho, ingenioso él o ella, lo que tú tienes es tontícolis! Es ese tipo de broma que pertenece al repertorio de chistes que uno tiene almacenado bajo la lengua, a la espera de saltar como un resorte en la menor ocasión. Tipo ante la duda... blabla, o cumplo veinticinco... blabla. Y, ahora que lo pienso, no sé por qué, son bromas que identifico con votantes del PP. ¡Al caso!, sonrío ante tal derroche de humor, pero veo que sus ojos, su mirada más bien, anda lejos de bromear y se interesa por mí con preocupación.

- ¡Buff!, ¡qué incómodo es! Deberías tomarte algo, se te ve fatal.

Habré oído mal, pienso. Y no sería de extrañar porque tengo algún problema de audición que, entre otras cosas, creo que es la razón por la que se me dan tan mal los idiomas. Es algo así como que tiendo a confundir sonidos. Yo lo llamo dislexia auditiva y muchas veces lo cuento como si fuese un diagnóstico real y me quedo tan ancho, sin saber si existe algo parecido o es tontería mía (o tontícolis, jojojo). Pero no, no fue cosa de mi dislexia auditiva, porque lo volvió a soltar, así, con todas sus letras, y yo, que estaba al loro, me quedo como quien ve un elefante volar:

- Yo hace poco pasé una
tontícolis y sé que es muy desagradable, así que cuídate.

TONTÍCOLIS. ¿Cómo te quedas? Muerto, igual que yo, que no daba crédito. Porque, entendedme, no es que dijese
tortículis, error muy común aun siendo extraño en boca de un médico. Pensaría: Pobre, viene de una familia cuanto menos laísta, pero poco más... NO, ¡lo que repitió es tontícolis!. Y en mi intento de justificarlo, y analizando mi propia experiencia, llegué a la siguiente conclusión, que es más bien una teoría y que he bautizado como:



TEORÍA DE LAS CERTEZAS DE INFANCIA

Imaginemos a nuestra protagonista del día, la alergóloga, siendo una niñita con todo un futuro por delante, de mirada limpia y vacía como una pizarra en un aula sin estrenar, de piel rosada y cucos tirabuzones negros que caen esplendorosos sobre los hombros, sin duda signo vigoroso de quien aún está de estreno. Un sábado se despierta y nota cómo un dolor de cuello no le deja dirigir la mirada hacia su Barbie para darle los buenos días y horrorizada ante la posibilidad de quedarse así de por vida, como cuando alguien te sopla mientras haces el bizco, corre a su madre, quien, escoba en mano, le grita:

- ¡Eso no es nada! ¡Lo que tú tienes es
tortícolis! - podemos contemplar la posibilidad de que incluso dijese tortículis. Pero su padre, que estaba leyendo el periódico (una escena muy de los ochenta), puntualiza:

- Nada de eso. Lo que tiene realmente se llama es
tontícolis.

Padre y madre, votantes del PP, se miran y entre ellos chispea en el aire la gracia por la que dos personas no necesitan de más para permanecer juntos; se bastan con esa
simbiosis de la que habla Jorge Berrocal que les hace creer que son el uno para el otro y que realmente el amor no tiene por qué ser más que llevar una vida agustita, entre chistes muy nuestros.

Y es justamente esa chispa la que la niña no vio, porque decidió volverse un instante antes de que surgiera, y se convirtió en su error fatal. Por ser niña y por tener una capacidad perceptiva distinta de la de los adultos, el cerebro procesa la información convirtiéndola en una
certeza de infancia, que no es más que una idea que aprendes de niño con la particularidad de que jamás será cuestionada por uno mismo. La certeza se escribe en tu pizarra vital con una tiza distinta, de tal modo que se agarra a tu percepción de la vida como un parásito hasta enquistarlo y mantenerte ciego a la evidencia de su falsedad. La niña crece y da muestras de ser una mujer despierta e inteligente, no hay nadie que le haga sombra en clase y su expediente escolar es brillante; ante el amor adolescente no se alela y decide como objetivo en la vida no ser sólo el orgullo de sus padres, sino sentirse orgullosa de sí misma. Pero, ¿qué ocurre?, que su educación exquisita, su saber estar, no le permite sobrepasar las normas del decoro siempre que oye a alguien decir tortícolis y corregirle, puesto que ella aprendió, de pequeña, que lo que uno tiene se llama realmente tontícolis.

Hay que tener en cuenta que para nuestra protagonista licenciada en medicina tortícolis es a tontícolis lo que para nosotros tortículis es a tortícolis; es decir, un error común que no merece mayor pensamiento que "otro que lo dice mal". Eso explica que su error, su certeza de infancia, se mantuviese intacto en sus creencias, queriendo la vida además no haberla conducido a una situación en el que alguien con confianza suficiente le hiciese ver la luz. ¡Ay la pobre!... De este modo ha vivido la muchacha, asintiendo con la cabeza cada vez que oía en boca de otro eso de ¡tú lo que tienes es tontícolis!

Debo decir que yo también he padecido alguna que otra
certeza de infancia que me ha llevado a asegurar, en clase de biología de 1 de BUP, que la horchata se extraía de la corteza de los árboles. O me viene a la cabeza la creencia por parte de un amigo mío de que el arroz era pasta, por lo que, gracias a mi episodio con la alergóloga, entiendo que esto pueda ser así y no considerarnos tontos por ello. Es que lectores míos, no sé si habéis sido víctima de alguna certeza de infancia, pero es cosa misteriosísima esa sensación de que, por más que existan millones de indicadores que nos hagan cuanto menos cuestionarlas (en mi caso "horchata DE CHUFA" POR FAVOR), no hay nada que hacer al menos que padecer un ridículo tremendo cuando alguien tiene a bien aclararnos la confusión.

Como cuando en
Twin Peaks, la prima de Laura Palmer, que es un clon, se pone una peluca para engañar a su psiquiatra y hacerle creer que Laura no está muerta. Recuerdo que, la primera vez que lo vi, pensé que se había teñido el pelo de rubio y que justo para la siguiente secuencia, se lo había vuelto a poner moreno. Jamás se me ocurrió que podía ser una peluca. Pues bien, muchos años más tarde, en una revisión de la serie, en la escena en cuestión, comenté "jo, fíjate, vuelve a estar morena ¿es que se puede uno quitar el tinte o es que se ha vuelto a teñir?". Nadie dijo nada y seguramente sus pensamientos se reducían a esto: ... Pero yo, ni corto ni perezoso, insistí "porque claro, el pelo, si se refrota bien, no sé... ¿no se puede quitar así el tinte?". Hasta que alguien dijo:

- Evidentemente, ES UNA PELUCA.

En fin, las
certezas de infancia están fuera de toda lógica explicable. Es como llevar una venda en los ojos y dudar de su veracidad es como dudar de que el azul es azul. Y debo añadir, ya para finalizar, que el que ya no seamos niños no significa que estamos libres de creernos que en las trompas de los elefantes pueda originarse una biosfera inencontrable en cualquier otro medio, porque, ¡ay!, existen también las certezas del amor, que a un servidor le llevaron a creer que los periquitos son canarios con síndrome de down o que existe una película maravillosa, pero que está perdida, de Joselito, titulada Joselito moja el churro. Y ya era mayorcito.

Pero eso es otra teoría.


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miércoles, enero 27, 2010

Haneke y otros seguidores del montón




¿Sobre gustos no hay nada escrito?

No, perdona, sobre gustos hay MUCHO escrito. Y como todo, el gusto se educa, se estimula, se perfecciona y, sobre todo, se le debe considerar no como una aptitud fruto de la inspiración divina, sino como una capacidad que responde en gran parte a una actitud humilde hacia quien sabe mucho más que tú. Está claro que en el mercadillo, en la decisión de convencerse entre un suéter azul turquesa o blanco perla no necesita uno haber leído El Quijote apócrifo; en ese caso, el gusto sí que pertenece a esa parte caprichosa de la personalidad por la que uno no debe por qué responder ante nadie. Te gusta y punto. ¡Ojo!, que no estoy despreciando el gusto por una buena combinación de colores, que, al fin y al cabo, ahí marca la diferencia entre quien es elegante y quien no lo es. De hecho, ese cajón de sastre donde cabe un posicionamiento algo arbitrario sobre lo que realmente nos gusta, y que cambia de un día para el otro, es un cajón que todos poseemos en esa cómoda con tantos cajones que es nuestra personalidad. Pero abramos otro, el que nos vemos obligado a explorar ante una obra artística, y rebuscando, encontramos ese argumento barato y sucio, sin duda contaminado por estar entre tanto calzoncillo sucio; y es el de, ya saben ustedes, sobre gustos no hay nada escrito.

Oiga usted (y aquí pongo el tono Aznar), no me confunda tener un cierto criterio gracias a una curiosidad vital que con el tiempo capacita a uno con un determinado ojo crítico que, sumado a un mayor o menor ingenio, o llámenlo inteligencia (algo que, por desgracia, no podemos enriquecer con Revidox), le permite ver más allá del pigmento en un cuadro de Rothko, con la estupidez de quien, ante el mismo cuadro, se permite aguar su complejo de IMBÉCIL con esa irritante postura de
eso lo sé hacer yo, otra forma de subestimar la disposición del que tiene buen gusto. Y, aunque parezca todo lo que estoy diciendo una evidencia que no merece mayor debate que el que pueda tener sobre el tema dos adolescentes, sí que creo que un fenómeno extraño, monstruoso, ha surgido de esta realidad, un sucedáneo pestilente que merece otro tipo de debate no tan de andar por casa.

Y digo que bajo ese
todo vale sobre gustos se refugian tanto los detractores que no reconocen la belleza, ni la sabiduría en obras donde estas cualidades se hallan hermosamente escondidas bajo una capa de sutileza e intelectualidad, a los que me he referido anteriormente, como los que quieren hacer parecer que sí. Quien se ha criado bajo la doctrina de sobre gustos no hay nada escrito, acepta sin cuestionamiento alguno que un zoquete pueda alimentarse de la ambrosía sólo reservada para los dioses. Estos seres son mucho más indeseables y temibles.

Hará un par de años me compré
Sacrificio (Offret), la última película de Tarkovski y, por lo tanto, la culminación de un genio que ha hecho página en la historia del cine. ¿Con qué me encontré?. Con el sopor más absoluto fruto del no reconocimiento de NADA. Yo de Tarkovski no he visto ninguna de sus películas, es una asignatura pendiente como tantísimas otras, y, evidentemente, enfrentarse a una obra tan encriptada como es Sacrificio sin tener ni idea de por dónde van los tiros del director, de sus motivaciones, sus miedos, de su estilo, de su historia, su entorno... es como tirarse a una piscina sin agua. El tiempo que pierdo en aprender alguno de estos aspectos es un tiempo por el que se sobreentiende que uno debe estar ya curtido en la materia para poder ver la sutilidad de la que hablaba antes en cada uno de los fotogramas y en esos tiempos que supuestamente no ocurre nada. En otras palabras, que en materia de Tarkovski soy un BURRO, un imbécil en su sentido de desconocimiento, y lo reconozco. No hay mayor ignorante que yo sobre este director, un cero a la izquierda, un insensible, un estúpido. Hacerme ver una película de Tarkovski es perder el tiempo, porque sólo llegaría a conclusiones dignas de Abundio. ¿Todo ello por qué?, porque no he iniciado el proceso de aprendizaje con este señor, no he encontrado las motivaciones necesarias; vamos, que no estoy preparado.

Sin embargo, sí que creo estarlo con Haneke, para mí el mejor director de cine vivo. Así como lo digo. Es un tipo de quien he visto todas sus pelis mil veces, que las he estudiado, que las he mimado, que las he
dormido (como diría Concha Piquer) y que las he debatido hasta haber llegado a mil conclusiones; y, como montador que soy, las he sentido en el pulso. Creo reconocer cada plano, cada diálogo, cada travelling, y ya sabemos que para Godard un travelling es una cuestión moral. Por lo que también entiendo sus inquietudes, su discurso, y el tono que utiliza para manifestarlo. Cada estreno de Michael Haneke es para mí todo un acontecimiento y, ante todo, una constatación de que voy por el camino correcto a la hora de comprenderlo. ¿Cuál es el siguiente paso?, el que desea en el fondo cualquier genio, convertirnos a su fe. Hacer nuestra su doctrina, y, como abanderado que soy del discurso de Haneke, y de su manera de llevarlo a cabo, me incomoda, me produce ODIO (y volvemos al tema de la entrada de hoy) cómo el exigirse poco a la hora de que te guste una película, porque sobre gustos no hay nada escrito, hace que haya gustado tanto y que tenga tanto éxito su última peli, La cinta blanca.

Y aquí es donde quería llegar.
La cinta blanca es una película absolutamente maravillosa, pero no por su impecable puesta en escena, ni por su fotografía perfecta, ni, si me apuran, por su visión de la Alemania prenazi (que también); sino justamente por la permanente dosificación en ella de sí mismo, de su cine desde la primera película hasta la última, en cucharadas sólo saboreables por quienes reconocen la transgresión que hace siempre de la diégesis normal de un film, ya sea rompiendo el compromiso con el espectador en Funny Games, enviando él mismo las cintas de vídeo en Cache o, en el caso de La cinta blanca, sobrecargando la personalidad de unos niños, convirtiéndolos en monstruosos asesinos o en lúcidos analistas de la muerte. O ya sea imprimiendo en esas pausadas secuencias donde se supone que no pasa nada una información oculta que pone en sobre aviso al espectador experimentado en su cine, como ocurre en 71 fragmentos de una cronología al azar o, sobre todo, en Código Desconocido. O por sus tanteos con el cine fantástico, también en La cinta blanca, al proponernos una fábula (sólo falta introducir la peli con un Érase una vez...) con monstruo; como ya hizo en El tiempo del lobo.

Pero, ¿qué ocurre?. Que, por cosas de la vida, le ha tocado a
La cinta blanca ser multipremiada y reconocida incluso en los Globos de Oro. Tengo la teoría de que esto es así porque es en blanco y negro, que embobece incluso a quien ve la película como quien ve recorrer un caracol de Y a X. Nunca pensaría que un martes, sin ser día del espectador, la sala estaría llena con una película de Haneke, y es que hasta el más tonto estaba allí. ¿Que si les ha gustado?, pues claro, a todos les habrá encantado y habrá visto en la peli una estupendísima crítica al nazismo. Pero es que no puedo evitar, lo siento, no retorcerme en la butaca al ver que, en definitiva, La cinta blanca puede llegar a recordar a la Lista de Schindler, cuando tiene muchísimo más que ver con ¿Quién puede matar un niño?.

Pero no, antes muerto que sencillo. De verdad os digo que en este caso prefiero al que dice que la peli le ha parecido una mierda, un truño pinchado en un palo, malísima a más no poder. Al que incluso afirme eso de
para gustos, colores mientra propina un bostezo mayúsculo. Ydigo yo, ¿por qué es tan difícil que alguien reconozca que es un imbécil ante el cine de Haneke? Con lo feliz que me haría eso.

Yo lo hago con Tarkovski.

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