martes, marzo 21, 2006

La señorita Julia


Os contaré una pequeña anécdota de mi infancia la mar de tonta, pero que en su día me quitó el sueño durante varias noches por las consecuencias en principio de una mentira inocente.

En el colegio, además de los deberes, nos mandaban redactar un diario bajo el título de “pensaments”. Allí debíamos escribir lo que nos pasaba por la cabeza en un ejercicio de potenciar nuestra imaginación a la vez que saciar el cotilleo de la directora del colegio, pues harta de no hacer nada ya que quien ponía las cosas en su sitio era la subdirectora, se le ocurrió la brillante idea de conocer más a los niñitos y niñitas que llevábamos dentro, para suplicio nuestro. Claro, yo convertí aquello en un puchero de mentiras, alguna que otra descaradísima, ya que, por mucho que nos quieran engañar, los niños poco teníamos que decir salvo historias contaminadas por los tebeos que leíamos o los video clips de la bola de cristal. Y es que, manda huevos, era un deber que debíamos cumplir cada día, rellenar una hoja de nuestro cuadernito con cosas que pensábamos o que nos pasaban. Seguramente, gracias a estos “pensaments” la ociosa directora debió hallar a algún niño con traumas infantiles en confesiones encriptadas tales como “el cangrejo ha vuelto esta noche para comerme el pie una vez más” y si es así, bien merecía el esfuerzo de pagar justos por pecadores; pero claro, eso lo pienso ahora, a mis 27 años y no entonces, que con 10 que tenía, los lápices se consumían no tanto por escribir sino por mordisquearlos en un esfuerzo de saber qué narices explicar hoy martes, 23 de febrero de 1989.

Bueno, pues la cosa es que un día se me ocurrió decir que tenía en mi casa un ratón que vivía en un agujero y que era mi amigo. Recuerdo que estaba en tercero de EGB. En ese pensament decía que yo jugaba con el ratón y que le daba queso para comer. Como no conservo esas libretas, salvo una, no recuerdo qué más cosas decía, pero debieron ser bien ingeniosas porque una tarde (lo recordaré toda la vida), la directora del colegio irrumpió en plena clase de matemáticas con mi libreta abierta en la historia del ratón. Con aquél pensament inauguré una nueva categoría en la puntuación, ya que cada cosa que escribíamos era ilustrada hasta entonces por un círculo dorado o un punto dorado según la calidad de lo escrito. Mi pensament lució una espléndida estrella dorada y recibió el honor de ser el primero en ser premiado con tan distintiva categoría: la de los pensaments excepcionales.

La directora del colegio, que se llamaba señorita Julia, se deshizo en halagos y me sacó a la pizarra para leer ante mis compañeros de clase lo que había escrito. La señora, no contenta con eso, me paseó clase por clase para leer el pensament y cuando terminaba, me miraba sonriendo y me decía “Enseña, enseña el dibujo que has hecho”, porque claro, yo ajeno a aquél caldo de cultivo cuando escribí aquello, rellené la página con un hermoso dibujo del ratón comiendo queso. Yo, que siempre he sido muy vergonzoso, no tenía más remedio que sonrojarme y apechugar. Recuerdo perfectamente cómo cambiaban los rostros de los alumnos del colegio, partiendo de los que reflejaban admiración hasta los que denotaban burla según el grado del curso.

Terminó el día, pero no con él la pesadilla.

Al día siguiente yo volvía a ser feliz con mi bollicao en la mochila. No recuerdo el pensament que hice la tarde anterior, pero seguramente escribí sobre seguro. Sin embargo lo que empezó siendo una leve llovizna acabó siendo una tormenta terrible cuando descubrí con horror que todos los niños de mi clase habían dedicado sus pensaments a mi amigo, el ratón. Lo peor de todo es que la semana siguiente era mi cumpleaños y todos mis compañeros recogían en sus pensaments la emoción que les suponía conocer al dichoso ratón en la fiesta que cada año celebraba para entonces. “Mamá, no quiero celebrar la fiesta”, le repetía cada tarde a mi madre, que, conocedora de la historia, me respondía “Pensaremos algo, cariño, pero tú no te quedas sin tu fiesta de cumpleaños”.

No dormía. No comía. No veía la televisión. Me pasaba los días discurriendo cómo podía apañármelas para salirme de aquél embrollo, porque si uno tiene la habilidad de recordarse con nueve años sabrá que, cuando un niño miente con esa edad, el lema es “si mientes, jamás lo reconozcas”.

Lo peor faltaba por venir. La señorita Julia, no sé por qué razón, alguna vez venía a mi casa para tomar café con mi madre. Creo que algo tiene que ver con el hecho de que yo vivía en un cuartel y a la directora le resultaba todo aquello muy exótico. A tres o cuatro días del cumpleaños, me llamó a su despacho. “Andrés” me dijo “Creo que pronto es tu cumpleaños y celebrarás en tu casa una fiesta. Llamaré a tu madre e iré a hacerle una visita, y así me enseñas al ratón”. Quise morir en ese momento. “Vale” dije. Y volví más nervioso que nunca a clase.

Aquella tarde decidí terminar con todo ese asunto, y tuve una inspiración digna de Julio Medem. Como no sabía qué hacer con el ratón, decidí matarlo. Así que abrí la libreta de los pensaments y narré la angustia que sentía los últimos días al ver que el ratón ya no aparecía por mi casa. Al día siguiente (porque estas cosas hay que dosificarlas) narré la terrible escena de mi ratón muerto en la calle, que descubrí aquella mañana cuando me disponía a coger el coche que me llevaba al colegio. Lo reconocí porque llevaba el lacito verde que en su día le coloqué en el cuello. Seguramente lo describí así: “Y la gotas de lluvia caían sobre mi amigo, que ya nunca lo tendré” Luego, entre mi madre y yo buscamos algún rincón del piso que pudiésemos enseñar a los de mi clase el día de la fiesta de cumpleaños y que pudiese dar el pego para poder decir que allí vivía mi amigo ratón. Encontramos en la cocina un azulejo rajado justo en la base del suelo. “Bien” dijo mi madre “diremos que aquí estaba el agujero y que lo hemos tapado”

Así que más feliz que unas pascuas entregué mi pensament junto con mis deberes. Por la tarde celebramos la fiesta de cumpleaños. Todos mis compañeros de clase estaban como locos por ver el agujero y mi madre los acompañó hasta la cocina. Miraron como sólo los niños saben hacer y viendo que había poco que ver, fueron todos corriendo a servirse cocacola. Y aunque no os lo creáis, pues parece buscado para dar un final más redondo a esta historia, Gorka, un compañero que estuvo en mi clase muchos años, me miró, receloso, y sentenció: “La historia del ratón es mentira”

Todo terminó más o menos bien. Los niños se olvidaron del ratón y la directora no hizo acto de aparición. Tengo que reconocer que hasta pasado muchos años siempre creí que el único que no se creyó el invento fue Gorka, que incluso la señorita Julia fue víctima del engaño. Pero claro, ya con el tiempo me di cuenta de que la señorita Julia o creía que en los cuarteles había muchos ratones o que desde un principio todo era fruto de mi imaginación. Y cuando pienso en eso, no puedo evitar sonreír y pensar “Qué cabrona”.

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4 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Me encanta esta historia. Me encanta que tu directora se llamase "la señorita Julia" y me encanta triplemente el título de "pensaments"
Y tú madre qué enrrollada, colaborando en tu mentira y conspirando para engañar a tus compañeritos de clase. La mía hubiese dicho "qué ratón ni qué niño muerto, anda, rellena las invitaciones"

martes, marzo 21, 2006  
Anonymous Anónimo said...

Así que tú tb has caido en esto de los blogs.... ya q tus Hojas están más muertas que vivas, ya va bien, ya...
Me ha gustado mucho la historia. Sigue así

martes, marzo 21, 2006  
Blogger W said...

Se te ha olvidado añadir que ese cole tan progre donde os mandaban hacer los pensaments fue la cuna que vio crecer descomunalmente la cabeza de Salvador Sostres, ese ceporo de Crónicas Marcianas.

miércoles, marzo 22, 2006  
Anonymous Anónimo said...

Tío, eres un genio bien salaó.
Alejandro.

martes, mayo 23, 2006  

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