miércoles, enero 27, 2010

Haneke y otros seguidores del montón




¿Sobre gustos no hay nada escrito?

No, perdona, sobre gustos hay MUCHO escrito. Y como todo, el gusto se educa, se estimula, se perfecciona y, sobre todo, se le debe considerar no como una aptitud fruto de la inspiración divina, sino como una capacidad que responde en gran parte a una actitud humilde hacia quien sabe mucho más que tú. Está claro que en el mercadillo, en la decisión de convencerse entre un suéter azul turquesa o blanco perla no necesita uno haber leído El Quijote apócrifo; en ese caso, el gusto sí que pertenece a esa parte caprichosa de la personalidad por la que uno no debe por qué responder ante nadie. Te gusta y punto. ¡Ojo!, que no estoy despreciando el gusto por una buena combinación de colores, que, al fin y al cabo, ahí marca la diferencia entre quien es elegante y quien no lo es. De hecho, ese cajón de sastre donde cabe un posicionamiento algo arbitrario sobre lo que realmente nos gusta, y que cambia de un día para el otro, es un cajón que todos poseemos en esa cómoda con tantos cajones que es nuestra personalidad. Pero abramos otro, el que nos vemos obligado a explorar ante una obra artística, y rebuscando, encontramos ese argumento barato y sucio, sin duda contaminado por estar entre tanto calzoncillo sucio; y es el de, ya saben ustedes, sobre gustos no hay nada escrito.

Oiga usted (y aquí pongo el tono Aznar), no me confunda tener un cierto criterio gracias a una curiosidad vital que con el tiempo capacita a uno con un determinado ojo crítico que, sumado a un mayor o menor ingenio, o llámenlo inteligencia (algo que, por desgracia, no podemos enriquecer con Revidox), le permite ver más allá del pigmento en un cuadro de Rothko, con la estupidez de quien, ante el mismo cuadro, se permite aguar su complejo de IMBÉCIL con esa irritante postura de
eso lo sé hacer yo, otra forma de subestimar la disposición del que tiene buen gusto. Y, aunque parezca todo lo que estoy diciendo una evidencia que no merece mayor debate que el que pueda tener sobre el tema dos adolescentes, sí que creo que un fenómeno extraño, monstruoso, ha surgido de esta realidad, un sucedáneo pestilente que merece otro tipo de debate no tan de andar por casa.

Y digo que bajo ese
todo vale sobre gustos se refugian tanto los detractores que no reconocen la belleza, ni la sabiduría en obras donde estas cualidades se hallan hermosamente escondidas bajo una capa de sutileza e intelectualidad, a los que me he referido anteriormente, como los que quieren hacer parecer que sí. Quien se ha criado bajo la doctrina de sobre gustos no hay nada escrito, acepta sin cuestionamiento alguno que un zoquete pueda alimentarse de la ambrosía sólo reservada para los dioses. Estos seres son mucho más indeseables y temibles.

Hará un par de años me compré
Sacrificio (Offret), la última película de Tarkovski y, por lo tanto, la culminación de un genio que ha hecho página en la historia del cine. ¿Con qué me encontré?. Con el sopor más absoluto fruto del no reconocimiento de NADA. Yo de Tarkovski no he visto ninguna de sus películas, es una asignatura pendiente como tantísimas otras, y, evidentemente, enfrentarse a una obra tan encriptada como es Sacrificio sin tener ni idea de por dónde van los tiros del director, de sus motivaciones, sus miedos, de su estilo, de su historia, su entorno... es como tirarse a una piscina sin agua. El tiempo que pierdo en aprender alguno de estos aspectos es un tiempo por el que se sobreentiende que uno debe estar ya curtido en la materia para poder ver la sutilidad de la que hablaba antes en cada uno de los fotogramas y en esos tiempos que supuestamente no ocurre nada. En otras palabras, que en materia de Tarkovski soy un BURRO, un imbécil en su sentido de desconocimiento, y lo reconozco. No hay mayor ignorante que yo sobre este director, un cero a la izquierda, un insensible, un estúpido. Hacerme ver una película de Tarkovski es perder el tiempo, porque sólo llegaría a conclusiones dignas de Abundio. ¿Todo ello por qué?, porque no he iniciado el proceso de aprendizaje con este señor, no he encontrado las motivaciones necesarias; vamos, que no estoy preparado.

Sin embargo, sí que creo estarlo con Haneke, para mí el mejor director de cine vivo. Así como lo digo. Es un tipo de quien he visto todas sus pelis mil veces, que las he estudiado, que las he mimado, que las he
dormido (como diría Concha Piquer) y que las he debatido hasta haber llegado a mil conclusiones; y, como montador que soy, las he sentido en el pulso. Creo reconocer cada plano, cada diálogo, cada travelling, y ya sabemos que para Godard un travelling es una cuestión moral. Por lo que también entiendo sus inquietudes, su discurso, y el tono que utiliza para manifestarlo. Cada estreno de Michael Haneke es para mí todo un acontecimiento y, ante todo, una constatación de que voy por el camino correcto a la hora de comprenderlo. ¿Cuál es el siguiente paso?, el que desea en el fondo cualquier genio, convertirnos a su fe. Hacer nuestra su doctrina, y, como abanderado que soy del discurso de Haneke, y de su manera de llevarlo a cabo, me incomoda, me produce ODIO (y volvemos al tema de la entrada de hoy) cómo el exigirse poco a la hora de que te guste una película, porque sobre gustos no hay nada escrito, hace que haya gustado tanto y que tenga tanto éxito su última peli, La cinta blanca.

Y aquí es donde quería llegar.
La cinta blanca es una película absolutamente maravillosa, pero no por su impecable puesta en escena, ni por su fotografía perfecta, ni, si me apuran, por su visión de la Alemania prenazi (que también); sino justamente por la permanente dosificación en ella de sí mismo, de su cine desde la primera película hasta la última, en cucharadas sólo saboreables por quienes reconocen la transgresión que hace siempre de la diégesis normal de un film, ya sea rompiendo el compromiso con el espectador en Funny Games, enviando él mismo las cintas de vídeo en Cache o, en el caso de La cinta blanca, sobrecargando la personalidad de unos niños, convirtiéndolos en monstruosos asesinos o en lúcidos analistas de la muerte. O ya sea imprimiendo en esas pausadas secuencias donde se supone que no pasa nada una información oculta que pone en sobre aviso al espectador experimentado en su cine, como ocurre en 71 fragmentos de una cronología al azar o, sobre todo, en Código Desconocido. O por sus tanteos con el cine fantástico, también en La cinta blanca, al proponernos una fábula (sólo falta introducir la peli con un Érase una vez...) con monstruo; como ya hizo en El tiempo del lobo.

Pero, ¿qué ocurre?. Que, por cosas de la vida, le ha tocado a
La cinta blanca ser multipremiada y reconocida incluso en los Globos de Oro. Tengo la teoría de que esto es así porque es en blanco y negro, que embobece incluso a quien ve la película como quien ve recorrer un caracol de Y a X. Nunca pensaría que un martes, sin ser día del espectador, la sala estaría llena con una película de Haneke, y es que hasta el más tonto estaba allí. ¿Que si les ha gustado?, pues claro, a todos les habrá encantado y habrá visto en la peli una estupendísima crítica al nazismo. Pero es que no puedo evitar, lo siento, no retorcerme en la butaca al ver que, en definitiva, La cinta blanca puede llegar a recordar a la Lista de Schindler, cuando tiene muchísimo más que ver con ¿Quién puede matar un niño?.

Pero no, antes muerto que sencillo. De verdad os digo que en este caso prefiero al que dice que la peli le ha parecido una mierda, un truño pinchado en un palo, malísima a más no poder. Al que incluso afirme eso de
para gustos, colores mientra propina un bostezo mayúsculo. Ydigo yo, ¿por qué es tan difícil que alguien reconozca que es un imbécil ante el cine de Haneke? Con lo feliz que me haría eso.

Yo lo hago con Tarkovski.

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1 Comments:

Anonymous Ciro said...

Enorme, Andrés.

domingo, noviembre 18, 2012  

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