jueves, junio 25, 2009

Mario Gas es DIOS


¿Por qué?

Porque obra que toca, obra que santifica y que merece una oración. Y el que haya nacido y se dedique al teatro merece cinco catedrales por ciudad, tres iglesias por pueblo y cruceiros en todos los caminos. Debería crearse un Ministerio Mario Gas a modo de palacio, y en el último piso, arriba, sobre un trono de kilométricas patas, descansaría nuestro Dios y allí estaría yo, abanicándole en verano y tapándole con una mantita en invierno para que ninguna incomodidad enturbiase su juicio, que de modo dictatorial, se impondría sobre todos los españoles, sin cuestionamiento alguno. Seríamos mucho más libres, por eso que dicen que la cultura nos lo hace; y de qué manera, amigos.

Si esto viene de largo, de hará ya ¡dieciséis! años, cuando era un chiquito postraumático y de estrenada orfandad. Fui a ver, con mi madre y mi hermano, El zoo de cristal al teatro Villarroel de Barcelona, acontecimiento que me supuso una catarsis que aún hoy coletea en mi rendido culto a Tennessee Williams. Laura, la hija dulce y tullida, despertó en mí mi imparable y desbordante gusto emocionado por el drama, y su alegato final, el que se escucha en boca de su hermano mientras ella va matando lentamente las luces de las únicas velas que iluminaban el escenario, se grabó en mí con fuego y gracias a él comprendí el gran tesoro que guardan los desamparados: el de contar con el amor inmediato de quienes tienen buen corazón. Y yo lo tenía. Y se lo ofrecí, no sólo a Laura, sino a su creador, Tennessee Williams; se lo ofrecí entero, toma, haz con él lo que quieras, es tuyo.

Pero lejos me encontraba de saber que existía un tercero en esta Santa Trinidad, conformado por Laura (quién lo diría ¿eh Maruchi?), Tennessee y MARIO GAS, responsable de la dirección teatral de aquella representación. Y no fue hasta, años más tarde, una vez que me interesó realmente el teatro y volví a ver obras llevadas por él, cuando me di cuenta, señores, de que el genio está compartido y descubrí la necesidad imperiosa de que Mario Gas entre en nuestras vidas, ya sea con Sweeney Todd, Doña rosita la soltera, El zoo de cristal o, bendícenos señor, MUERTE DE UN VIAJANTE. Así es. Acabo de verla y no tengo palabra lúcida que pueda describirla. Ha sido con esta obra de Arthur Miller que Mario ha vuelto robarme el corazón, del mismo modo que creí que lo hizo Tennessee Williams hace dieciséis años, con un golpe certero en el pecho, atravesándomelo para llegar a él y estrujarlo hasta dejarlo seco, desangrado. Cómo me ha gustado reconocer el mismo tono que El zoo de cristal, quizá más maduro, el que los años ofrece, pero igual de emocionante y embriagador. Y bueno, tengo poco que decir más... sólo advertirles de que muy posiblemente la mejor obra que vayáis a ver jamás está representándose en El Teatro Español, y que en vuestra conciencia recaiga la vergüenza por no haber asistido, ya sea por pereza o borreguismo.

lunes, junio 22, 2009

Stephen King, mon amour


El otro día paseaba yo por la Fnac en mi rigurosa visita semanal viendo si estaba todo en orden cuando, de repente, me sentí tentado en comprarme La Niebla, de Stephen King. Recordé la conversación que tuve con un amigo en el Vips no hace mucho, en la que revivimos nuestro amor de adolescencia hacia el rey del terror. La Niebla es una recopilación de tres cuentos que, raro en mí, no tenía, teniendo en cuenta que hasta la publicación de La torre oscura IV había creído siempre que lo había leído todo de él. Y, en fin, metido ahora en el relato que da nombre a la recopilación, puedo suspirar aliviado al darme cuenta que el buen recuerdo que tengo de King no era infundado. Encantado estoy con lo maravillosamente bien construído que está un relato en el que una niebla extrañamente blanca y definida invade la tierra, narrado con pulso cauteloso e imparable. Mi reecuentro con King supone también el reconocimiento de un poso en mí, que recupero con la emoción que siempre me supone volver a mis recuerdos.

Todo empezó con una camiseta de Iron Maiden. En ella, un esqueleto greñudo, de ojos rojos y rictus de pocos amigos, se asomaba tras una lápida en la que se leía nombre del grupo. Era una camiseta que me encantaba, no por el grupo, claro, sino por su dibujo y creo recordar que fue la primera camiseta que mi madre me compró porque se lo pedí yo. Así que se convirtió en MI camiseta, y con ella estrené una personalidad prefabricada, la que todo niño inicia en sus primeros años de conciencia propia, ya sea con una camiseta de fútbol, de los Simpson o, en mi caso, de una típica estampa de terror. Son esos años en los que un esqueleto sonriendo sí daba miedo o, cuanto menos, sugestionaba; esos años en los que unas gafas de buceo realmente eran una ventana a un mundo desconocido, un saco de dormir era la mejor cama y un gato negro el peor augurio. Son esos años, en definitiva, en los que uno se estrena. Y a mí me dio por el terror.

Debería tener nueve o diez años cuando una amiga de la familia me vio con la camiseta puesta. Era verano. Al verla, me dijo que le recordaba a Stephen King. Algo me quería sonar, pero desde luego no había leído nada de él. "¿Ah no?, es terrorífico. Yo me leí Cementerio de animales y estuve varias noches sin dormir". Hasta entonces nunca había leído nada del género y, en esa época que, como digo, me estrenaba, desconocía que la literatura podía aterrorizar. Mi experiencia más cercana era El pequeño vampiro y, evidentemente, NO. Me fui corriendo a una librería y allí me compré la que fue la primera novela de Stephen King que leí. Era una edición de bolsillo, de Plaza & Janés, y en su portada aparecía la cara de un gato de pelo negro tan sólo salpicada por dos puntos amarillos a modo de ojos. Cementerio de animales estaba escrito en una discreta tipografía, bajo un espejo roto, cuyos cristales rojos conformaban el nombre del autor. "¿Y esto da miedo?", me preguntaba mientras hojeaba con cuidado, no fuese que me llevase un susto. Y así fue cómo empecé a leer a quien iba a ser mi escritor de cabecera durante muchos años.

Efectivamente, Stephen King es un escritor que debe leerse siendo adolescente y si es en verano, mejor. Pero no en la playa. Ni tampoco por cualquiera. Debe leerse con una conciencia muy clara que no siempre se tiene y es la de no tomarse las historias de Stephen King como un pasatiempo con el que rellenar esas horas vacías y calurosas previas a un chapuzón. Requieren la implicación sincera de quien quiere creerse todo no a cualquier precio, porque King se toma muy en serio a su lector y le ofrece lo mejor de sí, y exhige al cambio un nivel de participación que no suele compensar. Por esta razón Stephen King parece identificarse con literatura menor, de masas, por culpa de quienes lo leen y se quedan con lo anecdótico y el entretenimiento. Mucha culpa tiene también el cine que se ha ido adaptando de sus obras, que ilustra el pensamiento de quien lee It bajo el sol de agosto en una piscina. Así pues, querido Lector Constante, ya seas mozuelo o no, ahora que viene el verano te recomiendo que avistes un lugar fresco y aislado, te refugies en él para, en íntima confianza, devolver el beso que Stephen King te ofrece:

"Bien, fin de la publicidad. Ahora agárrame del brazo. Agárrame fuerte. Vamos hacia lugares tenebrosos, pero creo conocer el camino. De todos modos, no sueltes mi brazo. Y si recibes un beso en la oscuridad, no te alteres: es que te quiero.
Ahora, escucha." (del prólogo de La Niebla)


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