lunes, marzo 22, 2010

Las certezas de infancia



Llevo seis días con tortícolis y bien sabéis que es algo terrible que te imposibilita hacer cualquier cosa que no sea comer de un bol de arroz. Y el jueves, día que empezó el drama, tenía que ir a la alergóloga para mi pinchazo mensual. Allí estaba cargado con dos cascos que me había comprado en el LIDL para patinar y no morir en el intento, un paquete de café Marcilla y mis vacunas, todo ello sin bolsas, con lo que, teniendo en cuenta que iba como Cuasimodo por mi dolor de cuello, mantenía un porte que le daba ganas a uno de colocarme en un Belén. Pero allí estaba yo, hecho pero no derecho, con ganas de llegar a casa y descansar sobre el sofá, cuando de repente la alergóloga me suelta:


- ¡Oh! ¿Es que tienes
tontícolis?

Al principio la miré así como medio sonriendo, ya que entendía que me había hecho la típica broma que le hacen a uno en tal situación, para decir que eso no es nada, que es una
tontería. ¡Quién no ha sufrido nunca este dolor y alguien le ha dicho, ingenioso él o ella, lo que tú tienes es tontícolis! Es ese tipo de broma que pertenece al repertorio de chistes que uno tiene almacenado bajo la lengua, a la espera de saltar como un resorte en la menor ocasión. Tipo ante la duda... blabla, o cumplo veinticinco... blabla. Y, ahora que lo pienso, no sé por qué, son bromas que identifico con votantes del PP. ¡Al caso!, sonrío ante tal derroche de humor, pero veo que sus ojos, su mirada más bien, anda lejos de bromear y se interesa por mí con preocupación.

- ¡Buff!, ¡qué incómodo es! Deberías tomarte algo, se te ve fatal.

Habré oído mal, pienso. Y no sería de extrañar porque tengo algún problema de audición que, entre otras cosas, creo que es la razón por la que se me dan tan mal los idiomas. Es algo así como que tiendo a confundir sonidos. Yo lo llamo dislexia auditiva y muchas veces lo cuento como si fuese un diagnóstico real y me quedo tan ancho, sin saber si existe algo parecido o es tontería mía (o tontícolis, jojojo). Pero no, no fue cosa de mi dislexia auditiva, porque lo volvió a soltar, así, con todas sus letras, y yo, que estaba al loro, me quedo como quien ve un elefante volar:

- Yo hace poco pasé una
tontícolis y sé que es muy desagradable, así que cuídate.

TONTÍCOLIS. ¿Cómo te quedas? Muerto, igual que yo, que no daba crédito. Porque, entendedme, no es que dijese
tortículis, error muy común aun siendo extraño en boca de un médico. Pensaría: Pobre, viene de una familia cuanto menos laísta, pero poco más... NO, ¡lo que repitió es tontícolis!. Y en mi intento de justificarlo, y analizando mi propia experiencia, llegué a la siguiente conclusión, que es más bien una teoría y que he bautizado como:



TEORÍA DE LAS CERTEZAS DE INFANCIA

Imaginemos a nuestra protagonista del día, la alergóloga, siendo una niñita con todo un futuro por delante, de mirada limpia y vacía como una pizarra en un aula sin estrenar, de piel rosada y cucos tirabuzones negros que caen esplendorosos sobre los hombros, sin duda signo vigoroso de quien aún está de estreno. Un sábado se despierta y nota cómo un dolor de cuello no le deja dirigir la mirada hacia su Barbie para darle los buenos días y horrorizada ante la posibilidad de quedarse así de por vida, como cuando alguien te sopla mientras haces el bizco, corre a su madre, quien, escoba en mano, le grita:

- ¡Eso no es nada! ¡Lo que tú tienes es
tortícolis! - podemos contemplar la posibilidad de que incluso dijese tortículis. Pero su padre, que estaba leyendo el periódico (una escena muy de los ochenta), puntualiza:

- Nada de eso. Lo que tiene realmente se llama es
tontícolis.

Padre y madre, votantes del PP, se miran y entre ellos chispea en el aire la gracia por la que dos personas no necesitan de más para permanecer juntos; se bastan con esa
simbiosis de la que habla Jorge Berrocal que les hace creer que son el uno para el otro y que realmente el amor no tiene por qué ser más que llevar una vida agustita, entre chistes muy nuestros.

Y es justamente esa chispa la que la niña no vio, porque decidió volverse un instante antes de que surgiera, y se convirtió en su error fatal. Por ser niña y por tener una capacidad perceptiva distinta de la de los adultos, el cerebro procesa la información convirtiéndola en una
certeza de infancia, que no es más que una idea que aprendes de niño con la particularidad de que jamás será cuestionada por uno mismo. La certeza se escribe en tu pizarra vital con una tiza distinta, de tal modo que se agarra a tu percepción de la vida como un parásito hasta enquistarlo y mantenerte ciego a la evidencia de su falsedad. La niña crece y da muestras de ser una mujer despierta e inteligente, no hay nadie que le haga sombra en clase y su expediente escolar es brillante; ante el amor adolescente no se alela y decide como objetivo en la vida no ser sólo el orgullo de sus padres, sino sentirse orgullosa de sí misma. Pero, ¿qué ocurre?, que su educación exquisita, su saber estar, no le permite sobrepasar las normas del decoro siempre que oye a alguien decir tortícolis y corregirle, puesto que ella aprendió, de pequeña, que lo que uno tiene se llama realmente tontícolis.

Hay que tener en cuenta que para nuestra protagonista licenciada en medicina tortícolis es a tontícolis lo que para nosotros tortículis es a tortícolis; es decir, un error común que no merece mayor pensamiento que "otro que lo dice mal". Eso explica que su error, su certeza de infancia, se mantuviese intacto en sus creencias, queriendo la vida además no haberla conducido a una situación en el que alguien con confianza suficiente le hiciese ver la luz. ¡Ay la pobre!... De este modo ha vivido la muchacha, asintiendo con la cabeza cada vez que oía en boca de otro eso de ¡tú lo que tienes es tontícolis!

Debo decir que yo también he padecido alguna que otra
certeza de infancia que me ha llevado a asegurar, en clase de biología de 1 de BUP, que la horchata se extraía de la corteza de los árboles. O me viene a la cabeza la creencia por parte de un amigo mío de que el arroz era pasta, por lo que, gracias a mi episodio con la alergóloga, entiendo que esto pueda ser así y no considerarnos tontos por ello. Es que lectores míos, no sé si habéis sido víctima de alguna certeza de infancia, pero es cosa misteriosísima esa sensación de que, por más que existan millones de indicadores que nos hagan cuanto menos cuestionarlas (en mi caso "horchata DE CHUFA" POR FAVOR), no hay nada que hacer al menos que padecer un ridículo tremendo cuando alguien tiene a bien aclararnos la confusión.

Como cuando en
Twin Peaks, la prima de Laura Palmer, que es un clon, se pone una peluca para engañar a su psiquiatra y hacerle creer que Laura no está muerta. Recuerdo que, la primera vez que lo vi, pensé que se había teñido el pelo de rubio y que justo para la siguiente secuencia, se lo había vuelto a poner moreno. Jamás se me ocurrió que podía ser una peluca. Pues bien, muchos años más tarde, en una revisión de la serie, en la escena en cuestión, comenté "jo, fíjate, vuelve a estar morena ¿es que se puede uno quitar el tinte o es que se ha vuelto a teñir?". Nadie dijo nada y seguramente sus pensamientos se reducían a esto: ... Pero yo, ni corto ni perezoso, insistí "porque claro, el pelo, si se refrota bien, no sé... ¿no se puede quitar así el tinte?". Hasta que alguien dijo:

- Evidentemente, ES UNA PELUCA.

En fin, las
certezas de infancia están fuera de toda lógica explicable. Es como llevar una venda en los ojos y dudar de su veracidad es como dudar de que el azul es azul. Y debo añadir, ya para finalizar, que el que ya no seamos niños no significa que estamos libres de creernos que en las trompas de los elefantes pueda originarse una biosfera inencontrable en cualquier otro medio, porque, ¡ay!, existen también las certezas del amor, que a un servidor le llevaron a creer que los periquitos son canarios con síndrome de down o que existe una película maravillosa, pero que está perdida, de Joselito, titulada Joselito moja el churro. Y ya era mayorcito.

Pero eso es otra teoría.


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