jueves, julio 30, 2009

¡Un coche! Gracias papá por este lindo regalo de cumpleaños



Una vez más, Will Eisner nos trae la verdad:


Un profesor castigando a su alumno

Esta viñeta (de The Spirit: Cinco personajes en busca de autor, 8 de junio de 1941) debería imprimirse a tamaño poster para luego enmarcarla y colgarla en las habitaciones de todos los niños y chavales de nuestro querido suelo patrio. O, ya puestos, en el salón, que siempre podrás decir que es una litografía original de Roy Lichtenstein.

Y es que
Eisner demuestra haberse adelantado cincuenta años y dar con el gran problema de nuestros tiempos, que no es ni político, ni medioambiental, ni nada de eso; late ya desde el interior de los muros de los hogares que poco o nada dejan ver de lo que se cuece realmente allí dentro. Y me refiero, evidentemente, a la educación de los hijos. "¿Y qué tiene que decir el marica este, que no es padre ni lo será nunca?" Pues creo que mucho, porque si bien es cierto que no soy padre, sí que he sido hijo.

Y
siéndolo comprendí (al igual que el chiquito del dibujo), aun desde la inconsciencia que procura la irresponsabilidad de cualquier niño, que el éxito en los estudios, la educación ante las personas y el enriquecimiento de uno mismo nacen sobre todo del respeto y temor hacia la figura del padre. Y de la madre, claro; pero en mi caso, de modo distinto. Ante mi padre debía responder dando sentido a cada uno de mis días, del mismo modo que uno adulto da sentido a su vida trabajando responsablemente. Con mi madre entraba en juego un factor más emocional, algo así como que debía procurar no ser un disgusto y justificar el que fuese la niña de sus ojos (entiéndase niña como pupila, no es que me vistiese con faldas). En ambos casos, mi vida como mocoso tenía un precio. Me temo que hoy en día no es así.

Recuerdo que entonces era un auténtico calvario el día que recibíamos las notas en el colegio y que había un temor atroz a suspender por la única y simple razón de que debíamos rendir cuentas. Aunque en estos días haya quien me pueda decir que en su caso ocurre lo mismo, reconozcamos que no es la tónica general, por culpa a esta
sobreprotección que hay hacia el menor, que lo hace intocable. Cuando contaba con diez años, no tenía ni puñetera idea de qué coño significaba eso de denunciar, y a los chavales de hoy se les ha educado ofreciendo con todas las de la ley y en bandeja de plata este recurso. Y eso se nota en el ambiente, en el aire caldeado que sobrenada las aulas, la calle y los hogares, que confiere en los muchachitos cierta tranquilidad y licencia a la sonrisa palpitante de quienes hacen de su capa un sayo. El consentimiento al berreo les permite exigir lo que no es suyo y acomodarse en lujos conseguidos a cambio de ofrecer paz.

Y me atrevería a decir que fue a partir de los ochenta cuando empezó a alimentarse al monstruo, cuando la clase media empezó a levantar realmente cabeza y a enriquecerse. Supuso una especie de conciencia engañosa el querer ofrecer a los hijos lo que no habían recibido los padres, y así como los que nacimos en la década anterior se nos educó en la prudencia y en el sentido del sacrificio (aún recuerdo cuando me regalaron un Isidoro cuando yo quería un Garfield, porque era más barato), los niños que nacieron con Naranjito, si bien sí que aún existía el respeto y el miedo a descontentar a los padres, también es cierto que éstos lo recompensaban con creces, colocando un televisor en el cuarto y años más tarde, una moto en el garaje. La consecuencia inevitable, en mi opinión, de esta
mala educación, es la pérdida del único as que los adultos conservaban; y es, no me cansaré de decirlo, ese camino que conducía al respeto por la vía del temor y, por qué no, del miedo.

¿En qué nos convertiremos? O, mejor dicho ¿en manos de quién estaremos en el futuro?. Pues, en el caso de ser pudiente, de ociosos a quienes se les ha labrado el futuro a golpe de talón.

No quiero ni pensar en el caso contrario...

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martes, julio 28, 2009

NOVELA INACABADA. Capítulo 4.



NOTA: Me veo obligado a hacer una pequeña aclaración antes de publicar un nuevo y apasionante capítulo de esta
Novela Inacabada. Aquellos que se hayan incorporado al blog recientemente, deben saber que los capítulos que voy poniendo regularmente aquí fueron escritos a la tierna edad de 14 años, cuando me dio por querer escribir un libro. Recuerdo que la idea nació porque un amigo me dijo algo así como que uno no debería morirse sin antes haber escrito un libro y plantado un árbol (y no sé si algo más, ¿tener un hijo quizás?) Como entonces me hicieron creer que estaba adelantado a mi edad (por narices, que me acababa de quedar sin papá), decidí no esperar y solventar lo que para casi todos era una asignatura pendiente, si nos creemos eso de que uno debe plantar un árbol, parir un churumbel y, en este caso, que es el que nos importa, escribir una novela. Así que, querido visitante fortuito, pocas veces tendrás la ocasión de leer algo así. Espero que lo disfrutes... con cierta condescendencia.

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Cathy estaba cocinando con el televisor puesto encima de la mesa. Mientras cocinaba miraba en la televisión cómo una mujer preparaba un suculento manjar acompañado de un hombre ya mayor que le aconsejaba sobre trucos prácticos para la cocina. Cathy apuntaba en frases muy breves la preparación del estofado que apresuradamente lo preparaban en la televisión. Eran las ocho y cuarto y su marido ya se había ido a trabajar. Cathy siempre preparaba la comida muy temprano al igual que lo hacía su madre. Escuchó cómo alguien bajaba las escaleras y se puso a desayunar lo que encima de la mesa estaba preparando. Era su hijo de 24 años, que ese día no fue a trabajar por tener dolor de cabeza. Hacía ingeniero de caminos y ganaba mucho dinero en aquel entonces. Con voz ronca le propuso a su madre lo que tenía en su mente ya hacía algunas semanas.

- Madre, esta noche estuve pensando que... al acabar este curso, si quiere papá, claro está, podría ir a Europa a estudiar.

- Yo no digo nada, tu padre decidirá, en temas de estudios yo me lavo las manos.

- Bien

Laura entró en esos momentos en la cocina. Su expresión soñolienta le hacía parecer más atractiva. Tenía el pelo amontonado en un lado, dejando que su larga y rubia cabellera se extendiera por el hombro derecho.

- Buenos días Laura, ¿tu hermano no se ha levantado aún?

- No sé.

- Bueno, ya se levantará.

Laura era la más pequeña de los tres hermanos, contaba con 18 años. Era divina. Sus ojos verdes eran lo que más resaltaba en su rostro, tenía la nariz mejor proporcionada de la familia y sus labios eran gruesos y sonrosados. Seguidores nunca le faltaron pero ella buscaba la perfección.

- Mamá, ¿podré ir esta noche con unos amigos a la disco?

Jonny (su hermano mayor) la miró sonriendo como diciendo: "Tú nunca cambiarás".

- Eso
pregúntaselo a tu padre, yo no quiero saber nada - dijo Cathy. Una de las cosas que Cathy tenía por regla era que nunca se debía meterse en problemas, así que cuando alguno de sus hijos le preguntaba algo, la última palabra siempre la tenía el padre, por si acaso.

- Buenos días -
Bill fue el último en sentarse en la mesa.

- Buenos días, hijo, ¿has descansado bien?

- Sí Mamá.

Bill era una de aquellas personas que buen rostro no tenía pero que siempre caía bien a las personas por su personalidad. A Bill no le gustaba las discotecas (eso lo diferenciaba de su hermana), ni tampoco fumar ni beber. Era un gran lector y siempre escribía narraciones en sus ratos libres. Tenía 20 años y había salido a su padre.

Después de comer dos huevos duros con un poco de café solo y sin azúcar,
Jonny subió al piso de arriba para ducharse y vestirse.

Bill, al acabar de desayunar, se dirigió hacia su madre y después de darle un beso en la mejilla, dijo:

- Mamá, voy arriba a leer un poco, si me necesitas ya sabes dónde estoy.

- Sal a dar una vuelta con tus amigos hijo, que siempre te quedas encerrado en casa. Un día tiraré todos esos libros.

Desde la escalera,
Bill le contestó:

- Mamá, estás muy guapa cuando te enfadas.

- ¡
Billy, no me contestes!

- Nunca cambiarás, mamá.

- ¡Y tú nunca tendrás novia!

Cathy miró a Laura y le dijo:

- Tu hermano me pone enferma.

- No le hagas caso.

- ¡Es que nunca hay que ser perfecto! y
Bill lo es. Yo no digo que vaya siempre a las discotecas, que enamore a la primera que vea, que se emborrache...

- Mamá, ¿me lo estás tirando en cara?

Es en ese momento cuando el teléfono comenzó a sonar. Laura
levantó el auricular y al cabo de cinco minutos lo puso en su lugar.

- ¿Quién era?

- Era
Margaret y dice que papá no vendrá a comer.


Fin del capítulo 4

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